Me Enamoré del Teatro


Mis primeras experiencias.

Creo que debo contártelas, aunque sea brevemente, si pretendo un acercamiento a través de este medio, que me es ajeno y extraño, pero que considero imprescindible en este momento en el que no queda lugar para un contacto real, próximo y cálido, de piel con piel y mirada sobre mirada. Siempre podemos fingir –interpretar- que esto sucede así.

Lo había conocido, no mucho tiempo atrás, acercándome a él con la misma curiosidad y emoción con las que un muchacho suele acercarse a la primera chica de su vida. Del mismo modo que la propia naturaleza del muchacho le empuja hacia ella, mi naturaleza me empujaba hacia él... sin saber con certeza qué me esperaba, ignorante aún, igual que el muchacho, de la fascinante maravilla que se me ofrecía.

Desde aquello ha pasado toda una vida y aún hoy, cuando ya pertenezco a él, sigo observándolo desde mi butaca de claque con la misma capacidad de asombro que entonces.

La claque nació en Francia, Siglo XVIII, y fueron las actrices las que, por celos, envidias y competencias, contrataron a los primeros caballeros para que aplaudieran. Quedó legalmente formalizada, con toda clase de expedientes, en 1829.
El jefe de la claque acudía dos o tres veces a los ensayos, tomaba nota de los puntos en que habrían de actuar y luego aleccionaba a los claqueurs. En un principio se dividían en especializaciones, existiendo rieurs, que reían, pleusiurs, que aplaudían, los bisseurs, que debían gritar pidiendo un bis y, rizando el rizo, los chatovilleurs, que ponderaban en los entreactos las excelencias de la representación y de los interpretes.
En España, el 28 de Abril de 1927, cien años más tarde, podía leerse en las páginas teatrales de ABC este comentario sobre la claque.

En la farsa de la farsa, que es la vida de la gente de Teatro, la claque mantiene el fuego sagrado de esa candorosa ficción, sin la cual no podría existir la realidad del escenario. Los claqueurs acaban por transigir, humorísticamente, con esa inconsciente vanidad de los autores y de los cómicos, merced a la cual llegan estos a olvidarse de que pagaron por la mañana los aplausos recibidos en la noche. Ellos, los claqueurs, están en el secreto más íntimo, y cuado se ha penetrado y se pertenece ya a ese secreto, no se siente ninguna gana de rectificar a nadie”.

Yo llegué felizmente en el último momento, años 60 y 70, en que todavía la claque era imprescindible en los teatros madrileños... y me enamoré.

Pero antes hubo un primer encuentro –suponiendo que así pueda llamarse aquello- sucedió a través del ojo de buey de una de las puertas que dan desde el vestíbulo al patio de butacas. Estamos en el Teatro Español de Madrid. Año 1959. Un chaval que aún no había cumplido catorce años pegando su asombrada nariz al cristal. La emoción le hace temblar; es una perturbación casi dolorosa que le proporciona un placer desconocido.
Dictadura franquista. Hay policías en la sala para, pretendidamente, velar por el orden y las buenas costumbres. Existe la censura y la obra está prohibida para menores de dieciocho años. Es impensable infringir las reglas. Aun hoy no se cómo pude convencer a aquél uniformado acomodador para que me dejara asomarme a aquella ventanilla milagrosa a través de la cual se convertía en imágenes las voces que hasta entonces para mí habían sido el Teatro. Solo voces. Las que a través de la radio llegaban de las retransmisiones en directo. Aquel día, en aquel momento fascinante, pude descubrir lo que las ondas de Radio Madrid o Radio Nacional de España transmitían; con la turbación propia de un primer orgasmo descubría otro mundo que ya había podido presentir, como los antiguos conquistadores presentían la existencia de otras tierras.
En el escenario una de las grandísimas damas del Teatro, Irene López Heredia, la obra La Visita de la Vieja Dama. El corazón se me salía por la boca cuando, concluido el primer acto, pude oír el aplauso del público, en el que ni siquiera había reparado hasta entonces. Sin poner en palabras mi pensamiento, supe con toda certeza que todo aquello me pertenecía y cuando el acomodador amigo me tomo del brazo para separarme de allí entes de que la policía me descubriera, me sentía tan importante, tan seguro, tan invadido de dignidad y grandeza que, metiendo la mano en el bolsillo de mi abrigo, le di una moneda. Era la peseta que mi madre me daba para mis gastos de toda la semana.

A lo largo de mi eterno y apasionado romance con el Teatro, solo una ocasión pudo superar la tensión emocional de aquél primer día.

Es necesario estar sentado en el Teatro Romano de Mérida viendo una representación para preguntarse de qué modo, después de 2000 años, el Teatro ha llegado a representarse en el exiguo espacio de una habitación.

Pasados algunos años pensé muchas veces por qué aquel hombre, del que ya no recordada más que el gris del uniforme, aceptó tan poco generosamente la moneda que le di; yo no era más que un chaval. El hambre de la época, sin duda, no le permitió hacer otra cosa.
Solo un año más tarde de aquella primera experiencia descubrí la claque. Para mí fue como un prodigio que me permitía si no saciar si apaciguar mi cada vez más desmesurado apetito por el Teatro. Al cumplir los catorce en casa me doblaron la paga. A partir de entonces pude asistir dos veces al mes a una representación, y cuando escuchaba en la radio “Teatro En El Aire” poner imágenes más reales a lo que oía. Ya sabía lo que significaba un silencio, una pausa o un mutis, y la emoción que ello generaba en la sala y que podía sentir, a solas, en la oscuridad de mi cuarto.
Todo aquello fue como un sueño que me hizo crecer, crecer hasta el punto de engañar con mi edad a todos. Me enfundaba en mi traje de los domingos, me encorbataba, me alisaba el pelo, procuraba acoplar un tono mas bajo mis cuerdas vocales y, pausando mis movimientos, entraba decidido en las tabernas y baretos donde se despachaba la claque de los diferentes teatros. Yo interpretaba un papel y todos los demás fingían no darse cuenta, lo que se dice hacer la vista gorda, empezando por los jefes de claque que debían asumir toda responsabilidad. De alguna forma todo aquel preámbulo antes de ocupar mi butaca de claque en la sala seguía el ritual del teatro... y yo comenzaba a sentirme actor.
¡Hay tanta nostalgia en estos recuerdos!
De no haber descubierto la existencia de la claque nunca podría haber asistido a una representación, dado el precio, para mí prohibitivo, y mi vida habría sido muy otra y, con toda seguridad, menos apasionante. Recuerdo en un bar de la Corredera –había entrado con un amiguete buscando nuestro primer cigarrillo- a un señor canoso y sonriente que, sentado a una de las mesas de mármol ordenaba unos cartoncillos en una vieja caja de madera.
Qué raro ese hombre” -comentó mi amigo.
La verdad es que para nosotros todo era extraño en un establecimiento como aquél, al que entrábamos por primera vez; sin embargo yo iba buscado ya al hombre de los cartoncillos; el que despachaba la claque del Lara. El cigarrillo solo fue una excusa para que mi colega me acompañara.
Hacían La Cornada de Alfonso Sastre. El mundo del toro no llamaba en absoluto mi atención y sin embargo me dejé enganchar con pasmosa facilidad por el conflicto del torero (Carlos Larrañaga) que se debatía entre el amor de la esposa (María Asquerino) y el amor al toro, defendido por el apoderado (Adolfo Marsillach) ¡Qué maravilla poder sentir lo que ellos sentían, vivir paralelamente lo que ellos vivían, presentir sus reacciones, compartir sus emociones! La fascinación, en la oscuridad de mi butaca, era absoluta.
En el baúl de mis recuerdos –que comenzó siendo entonces una humilde cajita de hoja de lata- guardo aún la página de ABC donde puede leerse la crítica y ver una caricatura muy interesante de los actores en su personaje. No era muy usual que un muchacho de quince años comprara el periódico.

-¿Te lo ha encargado tu padre? – me preguntó la mujer del puesto.
-No; es para mí - le respondí- Quiero leer la crítica de La Cornada.

Sorprendentemente la “periodiquera” sabía de qué le hablaba. A partir de entonces me he pasado más de cincuenta años hablando con La Juana y comentando con ella el devenir del Teatro. Aún hoy, ya impedida en una butaca, subo hasta su guardilla y juntos opinamos, debatimos y juzgamos. Ambos amamos profundamente el teatro y, cada uno desde su perspectiva, comparamos tiempos pasados y tratamos de adjetivar el rumbo que parece tomar actualmente. No discutimos demasiado.

Salvando el tópico de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” estamos de acuerdo en que gran parte de su esencia se está dejando perder... vencido por circunstancias que no parece muy decidido a combatir. No se lucha acomodándose –que es lo que creo que se está haciendo- sino manteniéndose firme, plantando cara y peleando.

El siguiente paso hacia lo que habría de convertirse en mi profesión y en mi vida, me vino dado al descubrir el sorprendente mundo del Teatro de Aficionados, en cuyo seno pude descubrir la maravilla de su fascinación y sentirme definitivamente atrapado. Fue una etapa que concluyó con inusual brillantez. Mi primera obra como autor y en la que también intervine de actor, pude estrenarla en el Teatro de La Opera de Montecarlo, dentro del V Festival Mundial de Teatro Amateur.

Como tantas otras cosas que han desaparecido, me pregunto dónde queda hoy en día ese mundo inquieto, fructífero y jugoso del Teatro no profesional, que yo conocí, cantera de talentos y sembrador de vocaciones. ¿Qué o quien toma el relevo de esa labor de difusión y de acercamiento que, en silencio, va plantando la semilla del Teatro en las sociedades? Sociedades que desde siempre han necesitado de su propia imagen, que solo él proyecta en su dimensión más completa, y que es su propia vida y la literatura que la hace inmortal con su testimonio eterno.

El Teatro es clara evidencia de la vocación de eternidad del hombre. En él se refleja y en él se perpetua a través de los Siglos. Es una forma suprema en la que las sucesivas sociedades han ido encontrando la inmortalidad.

A pesar de los años transcurridos desde aquellos primeros tiempos de inocente ilusión, de la experiencia acumulada, de las lecciones aprendidas, del curtido de tanta vicisitud vencida, yo sigo viéndolo todo, impune y libremente, como si siguiera cobijándome en la oscuridad
DESDE MI BUTACA DE CLAQUE

Y si me lo permites me gustaría invitarte a mis conversaciones con Juana. A mi me parecen sumamente interesantes y me ayudan enormemente en mi labor tanto de dramaturgo como de director de mi Sala. Una Sala que, permanentemente, intenta poner en valor la más pura tradición teatral que, alarmantemente, empiezo a considerar en peligro.

Karpas Teatro – Sala de Cámara
Por los valores tradicionales de la escena.











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